El reto de la escuela en casa

EL RETO DE LA ESCUELA EN CASA

“Nos ha sorprendido una tormenta inesperada y furiosa”, decía hace un mes el Papa en una plaza de San Pedro sobrecogedora, desierta bajo la lluvia. “La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas”. Si hay una gran lección que hemos recibido de esta crisis es la de que somos vulnerables. No solo nosotros; también los estados, la sanidad pública, la educación… Un simple virus de pocas micras ha erosionado los pilares sobre los que habíamos instalado nuestros pequeños círculos de bienestar y nos daban seguridad.

En el caso de la escuela, la crisis nos ha obligado a migrar de forma precipitada a una modalidad a distancia, sin el tiempo necesario para planificar ni para rediseñar las dinámicas de aprendizaje necesarias. Ocurrió de golpe: nos acostamos analógicos y nos levantamos digitales. Pero esa falta de planificación, urgida por la crisis, se ha visto compensada por el sólido compromiso del profesorado de los centros de nuestra Fundación, que ha recurrido a todo lo que estaba a su alcance para mantener vivo el vínculo con su alumnado. Soy testigo directo de ese empeño y constato a diario el inmenso esfuerzo por seguir alimentando la relación, el vínculo. Esto es lo que define a una buena escuela. Desde la cercanía compruebo -con gusto, no lo niego- que la relación entre docentes y alumnos en la Fundación es muy intensa, que hay comunicación permanente (por Meet, por Zoom, por Gmail, por Educamos, por Whatsapp, por teléfono…), que la interacción se extiende hasta muy tarde, fines de semana incluidos, que nuestros colegios están más abiertos y vivos que nunca.

Aunque la tecnología esté siendo la gran protagonista de la crisis, no hay que dejarse engañar por este espejismo. Hemos constatado que una escuela sin tecnología no funciona, pero también, y especialmente, que una tecnología sin escuela tampoco funciona. Nuestro profesorado es consciente de que el cierre de las aulas no se suple con contenido ni herramientas, en papel o digitales, sino con una “interacción aumentada” con toda la comunidad educativa. La escuela es un gran sistema relacional, en el que docentes y familias deben trabajar juntos con el objetivo común del desarrollo pleno de los alumnos y alumnas. Esto no se puede alcanzar solo con tecnología, y un reciente informe de la Fundación COTEC lo expresa de forma clara:

“Aunque sea la única alternativa posible, el aprendizaje online no puede sustituir (sino que complementa) la experiencia presencial en la escuela. [. ..] La interacción presencial no tiene fácil sustitución y, aunque sea la única alternativa posible, un modelo de educación online desde casa no logrará sustituir de forma eficaz, ni a corto ni a medio plazo, a uno presencial.”

No obstante, la experiencia nos demuestra que, si se mantiene la interacción dinámica entre el colegio y los alumnos como está ocurriendo en nuestros centros, el impacto del confinamiento afectará muy poco. Incluso ayudará a mejorar la autonomía y la responsabilidad de los alumnos, a incrementar el apoyo entre pares (también entre hermanos), y a coordinar más efectivamente al profesorado. En este sentido, el final de curso y el inicio del próximo serán un buen campo de pruebas para esta coordinación, porque harán falta muchas decisiones colegiadas en torno a la promoción o a los apoyos diferenciales que serán necesarios para algunos alumnos. Evaluar no es poner obstáculos, sino entender dónde se encuentra cada persona para saber qué tipo de ayuda necesita. Esto es mucho más importante que calificar. Y en estas circunstancias es una tarea muy compleja, en la que debe colaborar todo el equipo para aportar diversidad de miradas en el análisis y minimizar el riesgo de equivocarnos.

Expertos en humanidad

El cierre de las aulas nos ayuda, paradójicamente, a percibir con más claridad el valor agregado de nuestros centros, que son mucho más que espacios físicos o virtuales. La clave que los diferencia es el factor humano, la conexión emocional. Los niños y niñas no aprenden de quien no les gusta, y para gustarles deben sentirse queridos. Por eso es tan rabiosamente actual el mensaje de Carolina Baron: “Solo llegando al corazón estamos haciendo verdadera educación”. Sin cariño no hay vínculos ni emoción, y sin emoción no hay aprendizaje. En esta misma línea, el profesor de psicología de Yale James Corner afirma que no puede haber ningún aprendizaje significativo sin una relación significativa.

Un profesor tiene una parte de técnico y otra de artista, una de contable y otra de poeta. La primera se centra en el currículo, las competencias, los estándares, la didáctica. La otra mira a la persona, la escucha activamente, le pone retos asumibles y la acompaña. La parte técnica se puede reforzar con tecnología, pero la aportación más significativa, la que ayuda a construir el proyecto de vida, se construye a través del testimonio, de los vínculos, de la interacción humana. Como dice el Papa, la verdadera escuela es experta en humanidad, y eso no podemos cubrirlo con las máquinas.

El docente que centra su aportación en la parte técnica, convencido de que su única responsabilidad es enseñar y la del alumno aprender, como buenamente pueda, aporta un valor limitado que probablemente también se lograría con una buena tecnología adaptativa. Pero no es el tipo de docente que tenemos ni el que queremos. Como decía Arthur Clarke, “si un profesor puede ser sustituido por una máquina, debería ser sustituido por una máquina”.

El buen maestro, la buena profesora, no es quien mejor “da clase”, sino quien logra despertar en niños y niñas la ilusión por llegar a ser. Por eso hace como los sherpas, avanza a su lado para que alcancen la cumbre, para que desplieguen su potencial. No es un mero facilitador, como se dice ahora, que orienta el camino y mira los resultados, sino alguien que diseña el itinerario con el alumno y se compromete con sus logros, que siente el fracaso de cada niño y cada niña como propio. Y eso no se consigue solo con tecnología, ni con didácticas novedosas; hace falta vocación, crear vínculos, querer al alumno, creer en sus posibilidades, apostar por él.

Por eso, cuando a las ocho de la tarde la gente aplaude desde sus ventanas, no solo pienso en los sanitarios; también en las otras personas invisibles que sostienen nuestro confinamiento y nuestra calidad de vida: los repartidores a domicilio, las cuidadoras de residencias, los que atienden los supermercados, las profesoras, los maestros…

En estos tiempos de patios vacíos y aulas cerradas, la escuela, como comunidad de relación y de aprendizaje, es más necesaria que nunca. Y por eso necesita, también más que nunca, el apoyo decidido de la sociedad y de las familias. No tanto aplausos desde las ventanas como el reconocimiento a sus profesionales y a su labor, también a través de la aportación voluntaria de las familias, que nunca ha sido tan necesaria. Sin esa aportación será difícil ejercer la función compensatoria, ayudar a los niños y niñas más vulnerables, evitar que alguien se quede atrás.

Por la vía de los hechos, el cierre de aulas se ha convertido en una gran experiencia de aprendizaje para todos. Tenemos que aprender mucho de cara a posibles rebrotes, pero siempre manteniendo el elevado compromiso profesional que estamos viendo estos días y al que están respondiendo con eficacia nuestros alumnos y alumnas.

Augusto Ibáñez
Miembro del Patronato